Entre los días 4 y 7 de junio los ciudadanos europeos elegirán a sus representantes en el Parlamento de Estrasburgo para los próximos cinco años. Es de suponer que durante las dos semanas que se avecinan la maquinaria de los principales partidos se pondrá en funcionamiento para recordarnos las excelencias del trabajo realizado por sus diputados a lo largo de la última legislatura; al tiempo que desde las tribunas de los medios de comunicación se hará hincapié en la trascendencia de las funciones encomendadas a la única institución de la Unión Europea directamente legitimada por los ciudadanos. Pero a pesar de todo ello, nadie duda de que la participación en estos comicios volverá a ser muy inferior a la que corresponde a una elección de tal relevancia.
De hecho, las perspectivas de participación en estas elecciones son, una vez más, preocupantes y confirman esa tendencia constante de descenso sostenido que se ha registrado en cada nueva cita con las urnas desde 1979. Si entonces participó el 63% del electorado, el porcentaje ha ido disminuyendo hasta situarse en el 45,6% en 2004. El caso español ha sido ligeramente distinto. Pero una vez extinto el entusiasmo que siguió al ingreso en 1986 en la entonces Comunidad Económica Europea, todo señala que hemos cambiado el paso y nos hemos adaptado a la marcha del resto de Estados miembros. Así, en 2004 tan sólo el 45,1% de los españoles votó en las elecciones europeas, a diferencia de lo que había sucedido hasta entonces (la participación, aunque con altibajos, siempre se había situado en torno al 60%).
¿A qué se debe esta reducida concurrencia a las urnas? Muchos lo atribuyen a una desafección respecto del proyecto de integración europea, otros a la escasa visibilidad del Parlamento Europeo en los medios nacionales y algunos al excesivo tecnicismo de su tarea, pero en nada de eso se diferencia sustancialmente de los parlamentos nacionales, en cuyas elecciones la participación es mucho más elevada. La razón última del desinterés que anula la participación proviene de la configuración de la Unión Europea como una arena en la que no se escenifica un conflicto. Su Parlamento se nos presenta como el idílico foro en el que son resueltas las cuestiones que resultan conflictivas en el ámbito nacional. Así, la publicidad institucional presenta a un Parlamento que “trabaja incansablemente por un medio ambiente más limpio, una química más segura y mejores servicios y puestos de trabajo. Es un ardiente defensor de los derechos del consumidor, de la igualdad de oportunidades y de los derechos humanos, dentro y fuera de la UE”.
¿Quién puede estar en desacuerdo? El problema es que se pretende estimular la participación mediante la enumeración de las capacidades de la institución en lugar de dar visibilidad a los diferentes programas políticos que se pretenden desarrollar gracias a esas capacidades. Y quienes llevan el timón de la integración parecen olvidar que sin conflicto, sin esa confrontación política, no habrá participación.